680 periodistas y 139 medios de 28 países retrasmitían apasionadamente el partido, mientras en las gradas y en los palcos, la tensión tenía poco que ver con un simple deporte y mucho más con una reivindicación política secular.
Pero curiosamente ,para esos millones de espectadores la idea que tienen de España difiere mucho de la realidad escondida durante siglos, y se aproxima mucho más al estereotipo de un país de toros y baile flamenco. Es decir a esa España, una, grande y libre que acuñara el dictador Francisco Franco. Un país homogéneo en el cual no hay diferencias culturales. Pero la realidad es terca como decía Lenin, y la historia nos obliga a mirar hacía atrás en busca de una explicación.
Hace muchos años compré un pequeño libro cuyo titulo refleja perfectamente la realidad española: España última colonia de sí misma. Un estado que no ha sido capaz de resolver inteligentemente esas realidades nacionales existentes en su territorio. Y aunque la Constitución Española de 1978 intentó encajar sutilmente el reconocimiento de esa identidad colectiva, lingüística y/o cultural diferenciada del resto del Estado para el País Vasco, Galicia y Cataluña, sin embargo no se establecieron para ellas diferencias administrativas con el resto de las demás Comunidades Autónomas, por lo que finalmente prevaleció, la indisoluble unidad de la Nación española, quedando de nuevo el problema sin resolver.
En esta tremenda crisis económica en la que se encuentra sumida España, aflora de nuevo el problema latente, y el debate se vuelve abrir, ahora con más virulencia, dadas además, las ansias irresponsables del partido en el gobierno de volver a centralizar el Estado, justificándolo en aras a la racionalidad administrativa proponiendo una reestructuración del Estado autonómico.
En principio esa demagogia de la que hace gala el señor Rajoy pudiera parecer inocente e incluso razonable dadas las necesidades de atajar el gasto y el déficit, pero lleva implícita una carga ideológica propia de los herederos de esa idea de una España uniforme, arcaica, y que tantos problemas ha causado en el pasado. Y porque además gastar menos y gestionar mejor los recursos públicos no tiene porque ir desvinculado de la capacidad de hacerlo desde esas naciones sin Estado que conviven dentro del territorio español.
Es el momento pues, de la inteligencia, de no repetir los errores históricos, de enfrentar la realidad como si de un derbi clásico se tratase, pero esta vez ya no es el Barça contra el Real Madrid, sino la terca realidad frente a la tozuda ficción; es asumir si el estado español es lo suficientemente maduro para asumir las cuestiones territoriales que tiene sin resolver, de saber si después de más de treinta años de democracia, y como miembro de la Unión Europea en la que el mercado es único y está abierto al espacio mundo, puede llegar a hacerlo.
Decía Azaña, el que fuera presidente en la segunda República española, que para mantener la unidad de España había que bombardear Barcelona cada 50 años, un método que el mismo calificaba como brutal pero efectivo. Los tiempos de la guerra y la muerte ya pasaron pero hay quien no aprende del pasado. Y esa España colonia de si misma, cuya existencia data del siglo XV, que es cuando Castilla reúne en un cuerpo y unidad a los distintos reinos peninsulares, es el verdadero reto planteado el pasado domingo en el Camp Nou, cuando casi 100 mil personas entonaron el himno catalán.
Es, en definitiva, el momento de reconocer que España es una nación de naciones, y que esa diversidad, y esas diferencias culturales son las que la enriquecen. Y al igual que esas flores que permanecen dormidas bajo el hielo durante el invierno, las naciones vasca, catalana y gallega que a veces parecieran haberse extinguido, en realidad están vivas y aparecen de pronto en primavera igual que esas flores, exultantes y llenas de colores .