En sus Aforismos sobre el arte de saber vivir, Schopenhauer nos afirma que ninguno de estos estados es manejable. La miseria lleva a aquellos que son incapaces de solventar sus necesidades básicas a la desesperación, y quizás incluso a la muerte (por inanición, por ejemplo... o por asfixia ante la impotencia, con la ayuda de una soga, ya que el miserable difícilmente tendrá acceso a una herramienta de aniquilación más sofisticada).
Por su parte, el tedio que pueden experimentar aquellos que tienen todas sus necesidades básicas, e incluso las secundarias, perfectamente cubiertas, puede surgir de una vida en la cual se ha perdido la capacidad de asombro y la posibilidad de disfrutar cualquier tipo de placer - recordemos el lamentable caso del estoico barón de Teive -; o que, ante el caso de una vacía soledad, se entre en el conocimiento de una infinita pobreza de espíritu.
El que sufre de este horrible tipo de aburrimiento puede, en un caso extremo, solucionar su problema con una única respuesta que es incuestionablemente eficiente: el suicidio.
Ante este desolador escenario, la risa puede convertirse en un efectivo remedio temporal. Hay personas y situaciones que hacen reír sin pretenderlo. Paralelamente, existen sujetos que gozan de la envidiable capacidad de resaltar las características grotescas de estas situaciones y de estas personas, y que logran con este atributo arrancarnos brutales, desenfrenadas e histéricas carcajadas.
Patrice Leconte nos relata, en su película Ridicule, la vida al seno de la corte del último rey de los franceses, a finales del siglo XVIII. Un noble de una provincia lejana cuyas tierras se han convertido en pantanos por insuficiencias ingenieriles, decide ir a la corte a convencer a Luis XVI de que lo ayude a poner solución a aquello que provocaba muertes e infertilidad en sus campos.
La única forma de obtener el favor del monarca, nos hace ver leConte, es demostrando ser poseedor del valioso esprit, esa mordacidad que en la isla del norte llamarían a su vez wit, y que sería tan aplaudida en personalidades como las de Beau Brumell y Oscar Wilde. El provinciano, apenas llegado a palacio, se convierte en blanco perfecto de burlas.
No obstante, pronto entiende el juego y logra hacerse famoso por su mordacidad e ingenio. El marqués de Bellegarde, quien lo adopta como pupilo para mostrarle las artes del comportamiento adecuado en el círculo de Versalles, le aconseja, como fórmula indispensable para que el esprit luzca mejor, nunca reírse de sus propios chistes.
Lo grotesco debería en primer plano asustarnos y causarnos rechazo. Los bosquejos que Honoré Daumier hiciera de los personajes notables de la sociedad francesa del siglo XIX son meridianamente grotescos y, sin embargo resultan perfectamente risibles.
Por su parte, las pinturas de James Ensor - que podrían ser frívolamente calificadas de escalofriantes - con el debido análisis de quien está condenado a despertar todos los días en el ridículo girar del mundo, se convierten en cómicas imágenes de seres despreciables.
Afortunadamente, no es menester buscar ni en los museos ni en los Coffee Table Books la provocación de la agradable y placentera carcajada originada en el ridículo. Los personajes de la vida real pueden todos, como ya adelantábamos, ser creadores inconscientes de situaciones que den lugar a la sardónica mofa.
Aquellos seres que se toman demasiado en serio y que no toleran la burla, pues no tienen la potencialidad de hablar de sí mismos más que con pompa y circunstancia, son los actores ideales para hacer reír a aquellos que se sientan en las butacas del divertido teatro de lo grotesco.
En el Libro de la risa y el olvido, Milan Kundera nos cuenta la historia de una mujer que deja su país para huir del brazo largo del comunismo. Trabajando en Francia como mesera, la protagonista de la novela atiende casi diariamente la a un grupo de poetas que se reúnen a hablar de sus creaciones. Beodos consuetudinarios, ebrios patéticos, los poetas hacen -- al menos momentáneamente -que la mesera olvide la tragedia de su vida con risas que le surgen al presenciar lo tragicómico.
Erik Hartman, personaje de Tom van Dyck, era pretendidamente un conductor de un programa de televisión flamenco dedicado a mostrar al público, en vivo, problemas de la sociedad. Un buen día se abordó el delicado asunto de la mala praxis médica.
Como invitados especiales Hartman recibió a Maritje, una mujer que había quedado cuadripléjica por la torpeza de un médico que había sido comisionado para operarla de un tumor benigno que la aquejaba, y a Valère, un hombre cuyas cuerdas vocales habían sido erróneamente manipuladas por otro galeno mentecato, dejándole una vocecita chillona y endeble.
El video grabado de la transmisión fue difundido por Internet. Hartman, divertido a su pesar - pues como era natural el programa precisaba de toda su seriedad y comprensión para con los afectados - no pudo impedir burlarse de la voz que le salía a Valère de la garganta. Lo más grave del asunto radicaba en la obligación que tenía el conductor de permanecer en su asiento. La prohibición de reír por algo que no debía ser motivo de chasco le dio a Hartman razones adicionales para terminar desternillándose de risa.
La risa provocada por la contemplación de lo grotesco es, sin duda, la más cruel de todas; pero no podemos negar que esta forma de risa es, también, la que más nos hace gozar.