En mayo del año 2004, el controvertido artista plástico italiano Maurizio Cattelan montó una exposición de difícil clasificación. En el árbol más antiguo de la conglomeración urbana - o al menos en el que por eso tenía la gente de esa ciudad lombarda - , que se yergue en la plaza 24 de mayo de la otrora urbe dominada por los Sforza, Cattelan colgó de sendos mecates a tres muñecos de tamaño regular.
Muchos sabían que no se trataba más que de una manifestación artística. No podía ser otra cosa. Los artistas, a estas alturas, ya hacen lo que sea y cualquier ocurrencia recibe la fácil etiqueta de "arte", quizás a falta de una más precisa. Y la obra era agresiva, burda, irreverente, inescrupulosa, cruel, martirizante, despiadada e inmoral.
La muestra había sido planeada por el creador paduano con el respaldo de la fundación Trussardi y del mismo ayuntamiento. Los niños permanecerían suspendidos en el aire durante un mes -de mayo a junio, cuando la gente está en las calles con mayor frecuencia, antes de abandonar por completo el sofocante ambiente y las banquetas por derretirse de un verano que debe ser más caluroso que una temporada en el infierno -; no obstante, para Cattelan, el final de la obra no estaba todavía resuelto. Y sonreía mientras escuchaba y observaba las reacciones de la gente. Sonreía con esa mueca burlona que se le dibuja debajo de la pronunciada nariz, y que difícilmente le abandona el semblante.
Cattelan nació en el seno de una familia amolada. Su padre, camionero, había tenido que arreglar la única mesa de la casa un día que la madre, invadida de cáncer, la había echado a perder al quemar uno de sus extremos con una plancha caliente abandonada en un momento de lúcida negligencia. Para rescatar el solitario mueble en donde podía la familia sentarse a comer con cierta dignidad, el hombre lo había tenido que cortar y rehabilitar, dejando una mesa encogida y hasta cierto punto graciosa. Quizá este acontecimiento marcó a Cattelan y ayudó a convertirlo en lo que, en palabras de Patrizzia Sandretto Re Rebaudengo, sería en su madurez: "un artista que exhibe la fragilidad del ser humano iluminando la tragedia con comedia".
Todas las obras de Cattelan son equivocadas. No por algo alguna vez le bautizaron como Mr. Wrong. Lo políticamente incorrecto atrae como un imán a este hombre que afirma haberse convertido en artista por carecer de la inteligencia que se precisa para ser diseñador, y que a la vez dice que algo debe andar mal en el universo para que el mundo del arte tenga a un hombre como él en tan alta consideración.
En su Historia de la fealdad, Umberto Eco nos recuerda nuestro comportamiento: la gente se ha acostumbrado a ver todos los días a niños que mueren de hambre con barrigas hinchadas, mujeres violadas por invasores, otras lapidadas por sus comunidades luego de haber cometido imperdonables faltas a la moral, mutilados por explosiones aéreas, bajas de guerras caprichosas... Sin embargo, esto sí que no nos escandaliza. Se nos ha hecho fácil habituarnos a la fealdad, al horror, a la tragedia, a la crueldad infinita del ser humano.
¿Y qué pasa cuando un artista pretende ver si logra todavía movilizar a una comunidad ya anestesiada por el bombardeo mediático diario? ¿Qué pasa cuando un imaginativo sujeto que fue carpintero monta en un escenario público una "pieza de arte" que no pretende más que intervenir un espacio con fines de análisis sociológico? Pasan muchas cosas, y mientras la mayoría de las opiniones son descartables, otras son absurdas y rebuscadas, y otras dignas de sonora carcajada por su pretensiosas aspiraciones analíticas: que si la instalación simbolizaba la pérdida de la inocencia; que si en los rostros de los muñecos se adivinaba la tristeza consciente ante la contemplación de la degeneración del mundo; que si los tres monos representaban, cada uno, un oficio que había muerto (el de zapatero, el de herrero, el de carpintero...); que si esto y que si lo otro... Cattelan evita a menudo dar una significación verbal concreta a sus obras. Para él, es más importante esperar la reacción del público. Opina que quien impone una interpretación a la obra es quien genera el escándalo. Le gusta morirse de risa.
Todo el show tuvo un final que, inesperado como fue, seguramente dejó a Cattelan aplaudiendo como foca. Una noche un activista enardecido acercó una escalera al árbol, y con una sierra cortó los lazos que habían dado muerte a dos de los muñecos. No alcanzó a liberar del yugo al último, pues algo le pasó que perdió el equilibrio y se cayó. Lastimado y maltrecho, fue llevado al hospital. Y ahí tenemos, tal vez, el mejor cierre de obra antes de la caída del telón.
La sociedad está podrida y se comporta con una incoherencia que merece contundente mofa. Seguramente sí que los muñecos miraban, con esas caras azoradas, una comunidad perdida y acabada.
Colguemos a los niños de verdad, que nadie se inmutará. Que se mueran en las guerras los inocentes, que les corten las cabezas a los hombres, que violen a las mujeres y que exploten sexualmente a los niños imberbes, que ya habrá tiempo de pasar las hojas de los diarios que reporten estos hechos -como quien pasa las hojas de un libro que se secó- mientras sorbemos indiferentemente del café de la mañana. Colguemos a niños de plástico, y esperemos las enfurecidas reacciones de los miembros de una sociedad hipócrita.