Miercoles 16 de Enero del 2013 |
Viernes 02 de Noviembre del 2012
Diego de Ybarra
Reflexiones de un diletante.
Diego de Ybarra

Peggy Guggenheim:
coleccionista de pasiones

Los Guggenheim se convirtieron en aristócratas estadounidenses como todos los que se convirtieron en aristócratas estadounidenses, si es que se permite (y quizá mejor no debería de permitirse nunca) hablar de aristócratas estadounidenses. Menos mal que Scott Fitzgerald ya se murió y no puede leer estas líneas.

A finales del siglo XIX llegó a los Estados Unidos un inmigrante judío que se puso a vender encajes. Luego pensó que era más rápido y eficiente otro negocio, y tenía razón: se puso a excavar en unas minas de Colorado que le dejaron un dineral inaudito.

La clarividencia y el tesón -o los golpes de suerte - del viejo Mayer Guggenheim fueron premisa básica para el nacimiento, en distintos momentos, de dos figuras indispensables en la historia del coleccionismo de arte: Solomon y Peggy Guggenheim.

Solomon nos importa menos, porque no es tan controversial. Precisamente es todo lo contrario a un personaje controversial: es el paradigma de lo convencional. El afán coleccionista de don Solomon surge de una necesidad de legitimación, como en los casos de otros enriquecidos sujetos (Frick y Barnes, por nombrar a un par). Parece que cuando uno ha palomeado un par de pendientes en la vida, hay que seguir con la lista para palomear el apartado de "coleccionista de arte". Con esta consigna en mente, el señor Guggenheim empezó a juntar pinturas francesas emblemáticas del siglo XIX, flamencos relevantes y piezas de la escuela americana temprana. No sé si entre sus adquisiciones figuró algún español de nombre sonoro, pero seguramente sí. Como consecuencia, pronto amontonó una serie de - excelentes, claro - pinturas que no guardaban, en su generalidad, ninguna relación entre ellas. No obstante, su historia con Hilla Rebay, esa mujer llegada de Prusia que le incitaría a entrarle a inversiones arriesgadas en artistas no consagrados, daría un vuelco a la naturaleza de la colección de don Solomon. Pero aunque esto es harina de otro costal, sí vale la pena hacer la anotación de que, fuera cual fuera el resultado palpable, en el coleccionismo del que hablamos ahora el denominador común fue siempre ajeno a la sensibilidad auténtica del propio coleccionista.

Peggy Guggenheim, en cambio, rodaba de una forma muy diferente. Enfant terrible, viajera incansable, amante apasionada, bonne vivante sin llenadera, la sobrina de don Salo coleccionó arte desde joven siguiendo parámetros radicalmente distantes de los arriba mencionados. La necesidad de comprar obras de arte, en Peggy, obedecía a un impulso pasional. Un día manifestó contundentemente su cometido: compraría una obra de arte por día. Y lo cumplió. Quién fuera Peggy.

A estos efectos comparativos - aunque siempre sean tan antipáticas las comparaciones - cabría con más facilidad observar para fines de Peggy la historia de Gertrude Stein. Ambas adquirían lo que les apasionaba, y no tenían obra más que de aquellos artistas con quienes, de una manera u otra, tenían una relación. No obstante, a Peggy la aquejaba una debilidad que en la señora Stein era fortaleza. Gertrude Stein se enamoró de Alice Toklas, y su relación con Modigliani, Picasso y Braque se limitó a ser una de amistad, admiración y mecenazgo. Por su parte, Peggy Guggenheim no se enamoraba sólo del arte producido por los artistas que conocía, sino, en mucho casos, también de los propios creadores.

El momento coyuntural en que Peggy Guggenheim vivió à cheval entre Europa y Estados Unidos la llevó a convertirse en algo más que una patrona del arte. La Médicis del siglo XX, como le llegaron a apodar, se las ingenió para ayudar a varios artistas judíos a trasladarse al continente americano, arrancándoles así de las garras crueles del nazismo y enriqueciendo a la vez al panorama estadounidense con los talentos más prodigiosos de la época.

La personalidad particularmente poderosa de esta mujer la convertiría en objeto de los reflectores. The mistress of art, le llamaron con cierto desprecio. Y sí. Fue amante de artistas, y de su obra, en una indisoluble inclinación apasionada por lo bello. No por nada Pierre Cabanne calificó la vida de la coleccionista como una "doble historia de amor". Peggy Guggenheim vivió en un ejercicio innato por hacer lo que le nacía del vientre, lo que dionisíacamente le provocaba… alejándose así de las estudiadas acciones de su tío Solomon, y acentuando cada vez más su carácter de oveja negra de la familia.

En su arrojo y sensibilidad exacerbados, Peggy, no obstante, logró armar una colección sensata y homogénea. Aunque durante un tiempo favoreció al surrealismo - lo cual era comprensible por la relación que tuvo durante varios años con Max Ernst -, la heredera estadounidense creyó también en dadaístas, cubistas, y expresionistas abstractos. Peggy coleccionó obras de Alexander Calder, de Marcel Duchamp, de Pablo Picasso y, posteriormente, de su creación más avezada: Jackson Pollock.

Peggy by Ernst

Gracias a su relación con Samuel Beckett, ese irlandés sin gallardía en el cuerpo, Peggy comprendió la importancia de apostarle al arte de su tiempo: valía la pena hacerlo, porque era el arte que estaba vivo.

Peggy Guggenheim fue una personalidad contradictoria y fascinante. Galerista, coleccionista, heredera millonaria y simpatizante de lo anárquico y lo comunistoide, enamoradiza y hermética, glamorosa y bohemia. Todo esto y más fue esta mujer que, de no haberse asomado al mundo, la historia del arte del siglo XX quién sabe adónde hubiera ido a parar.

En su perene afán de comunicar hasta la más ilustre de las barrabasadas, Diego de Ybarra escribe desde que puede, y como puede.
Ha vivido en México, en Francia y en Italia,y actualmente debe estar por algún lugar inconveniente de la Colonia Roma.
Entusiasta del arte y lector más que escritor, busca sin cesar la forma de encontrarse con lo artístico y con quien escriba de ello.
Ha organizado y curado exposiciones de obra pictórica en la itinerancia, discutibles happenings dedicados a promover la obra de aquellos pintores jóvenes que le llaman la atención. Confiesa que su nociva curiosidad lo orillará una tarde de lluvia a querer averiguar qué se siente aventarse de espaldas por una ventana abierta.
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