La estética es, para Nietzsche, una forma afirmativa de la vida, que ha sido negada por la metafísica. Sin embargo, al afirmar esta máxima, uno debe estremecerse junto con el filósofo: la situación termina siendo profundamente paradójica: el arte, que es lo único que nos permite soportar el mundo, es ilusión. He aquí la tragedia de la historia.
En el año de 1650 Diego de Silva Velázquez pintó la Venus del espejo (que actualmente está colgada de algún muro de la National Gallery de Londres). En este óleo, una hermosa mujer se contempla -eternamente, pareciera- en un espejo sostenido por cupido, la representación del amor.
El escenario está recubierto por telas cómodas de colores agradables: rojos que tienden al rosa, azules que son grisáceos, blancos acolchonados...El simbolismo está presente, también, pues el ángel sostiene, al mismo tiempo que el espejo en vertical que reproduce la bella imagen de la cara de la diosa, un cordón que de alguna forma le ata los brazos.
Aquí todo es belleza inexistente: pieles tersas y bien ceñidas al cuerpo, colores dérmicos perfectos, rostros angelicales de proporciones exactas y efigies redondeadas de voluptuosas y evocadoras figuras.
Siendo el más alto poder de lo falso, la obra de arte nos permite soportar un mundo ilusorio, pero nos entristece al evaporarse y dar pie a que nos demos cuenta de que nada que valga la pena existe. En el lienzo del pintor andaluz reina la ilusión que, siguiendo a Gilles Deleuze, engloba toda la tragedia del concepto nietzscheano del arte: la belleza no puede existir, aunque parece ser interminable en esta escena.
De características narcisistas, la Venus del espejo parece que estará contemplándose en un acto que carece de un final posible. El espejo regresa una imagen incapaz de envejecer, de deteriorarse, de morir. Sin embargo, todo es una mentira: la Venus no existe, pues pertenece al agradable mundo que, por ser un error rico en significado, se convierte en la realidad más trágica.