Una vaca de expresión estúpida habitual mirada de las reses . Un muñeco cabezón, de formas burdas y fealdad propia de una blasfemia. Una escena de parto en la que el juego de luces y sombras es inexistente. Se trata de trabajos que quizá pudieran ser de un niño, de un enfermo mental, de un reo que nunca había agarrado un pincel o de un hombre que padece de idiocia. Y esa era la idea.
Es común escuchar o enunciar la expresión eso lo pudo haber hecho mi hijo de cinco años en cualquier muestra de arte contemporáneo. Nuestra pertenencia a un sistema concreto de creencias nos ha hecho siempre relacionar la calidad del arte pictórico con la técnica depurada. En esa escala de valores tan ying-yang, Saturnino Herrán y Rubén Flores serían los amos (que lo son, a todo esto), Willem de Kooning y Jackson Pollock unos desquiciados que se pasan por alto la técnica (que lo hacen) y Damien Hirst e Yves Klein unos geniales impostores (otra aseveración no menos cierta). Pero al fin, ¿qué importa?
El poeta Antonin Artaud y Dubuffet se hicieron amigos. Artaud pasaba temporadas en un manicomio, adonde Dubuffet alguna vez fue a visitarlo. Fue quizás en la coyuntura de esas visitas que surgió su idea del Art Brut. Artaud afirmó alguna vez que sus creaciones eran la forma de escapar del tormento de la locura. Dubuffet pintaba tratando de entrar en ese mundo que por naturaleza le era ajeno.
Nosotros estamos libres del lastre de la academia. El arte puro es aquel que se brinca los filtros de la técnica. El arte es expresión de las pasiones sinceras. La técnica aniquila la creatividad sensible. Todas estas pueden ser sentencias del entusiasta artista francés. Todas ellas parcialmente ciertas, pero no por padecer de una parcialidad deben ser consideradas falaces.
Dubuffet asevera que el arte debe ser la emanación de una sinceridad emotiva. La enseñanza en la academia y el aprendizaje de los cánones sólo sirven para despojar al verdadero artista de su capacidad de transmitir sus sentimientos más profundos, su arte auténtico, y de lograr compartir con el espectador esa experiencia dionisíaca de gran sensibilidad ajena a la razón (una cosa es una y otra es otra, nos diría también Kant en su afán encasillador y maniqueo).
El problema de Dubuffet, a pesar de la relevancia de su movimiento y de la honestidad de su propuesta, era que, a pesar suyo y paradójicamente, él no pertenecía al movimiento que abanderaba. (¡Carajo! nos quiere decir ¿Por qué no estoy loco yo también?). Su interés en producir arte auténtico desvinculado de la razón y liberado del yugo de la enseñanza clásica es precisamente lo que desemboca en el resultado forzado de quien quiere a toda costa producir exactamente lo que no es, y asegurar no que es, sino que voluntariamente ha decidido no ser.
Esta reflexión hace que surja de mis entrañas, de pronto, una espantosa impotencia. Me hace tener que confesar que, a pesar de todo, no me molestaría tener colgando en mi sala una vaca de nariz chistosa y ojos imbéciles. Pero eso es otra cosa y es culpa de los dictados arbitrarios del caprichoso mundo del arte, y motivo de una discusión enardecida en un café que esté lejos de aquí.