El primero (cronológicamente hablando) fue el filósofo, el científico, el hombre fuerte del reino que cayó en desgracia; el genio de estado post-renacentista de ineludible recuerdo para la comprensión de la estructura política del mundo occidental moderno. Y todo eso está muy bien. Pero es del segundo del que venimos a escribir aquí: de ese pintor atormentado, confuso (y confundido), agobiado, incomprendido, contradictorio, resentido, rechazado, despreciado, y único. Aquí nos detenemos: Bacon - este nuestro, el irlandés, el pintor de figuras que angustian y mortifican hasta al más insensible de los observadores - es un pintor único. Esto no es cualquier cosa. Ser un pintor figurativo (aunque se trate de figuras que luchan por dejar de serlo, que buscan escapar de sí mismas, que se quieren abandonar por sus propios orificios y parecen estar al punto de una extraña transmutación en pos de la inmortalidad o de la evaporación violenta), en el siglo veinte, no es cosa fácil. Puesto que vivimos en una época en la que sentimos que el arte ha llegado a su fin, que ya cualquiera se legitima como artista haciendo cualquier cosa; dado que respiramos el aire de una era en la que el discurso supera a la sustancia - en opinión de muchos - y en que la obra de arte como tal, en su contemporaneidad, requiere cada vez de explicaciones más elocuentes para efectos de existir, hacer una pintura relevante, sin tener como meta contribuir a lo que Hal Foster denominó "la confusión del espectador", se convirtió en algún instante del siglo XX en un paradójico y divertido reto.
Rechazado fue, dijimos también. Bacon fue echado del hogar paterno, un tradicional solar irlandés de comunión católica un tanto estricta. Homosexual, dijeron. Degenerado, sentenciaron. Se fue a Londres. Escapó de un lugar en el que no era bienvenido. Inició un viaje. El viaje a contracorriente. El viaje del despreciado. Del despreciado no sólo por su familia y su entorno, sino por él mismo. La culpa era compañera. Se odiaba. Quería escapar.
Otro viaje: un viaggio in Italia, siguiendo a Giorgio Soavi. Y Cristiano Lovatelli Ravarino, el acompañante italiano tardío del hombre de la cara chueca, lo cuenta en sus escritos. La historia de este viaje es presumiblemente la siguiente:
En 1976 Bacon conoció a un joven italiano en la Villa Medici, adonde había llegado para despedir a Balthus. El pintor quiso convencer al joven italiano de irse a vivir con él a Londres. El otro le respondió que estaba enamorado de su obra, "ma non al punto da diventare una rotellina del suo mecanismo". No estaba dispuesto a tanto. De ahí nace una historia más, no obstante todo.
Italia se había convertido en un oasis de escape para el pintor irlandés. El periodista Ravarino era, según se dice, la persona con quien más a menudo se le veía en ese retiro satisfactorio. Entre cosa y cosa, Ravarino termina haciéndose con una serie de dibujos y bosquejos baconianos. Regalos del autor, el periodista los conserva. Como todo aquello que espanta, la historia de estos dibujos ha sido motivo tanto de apologías como de diatribas. Pero la obra ha viajado y se ha expuesto en todos lados, y ultimadamente (desde el año de 2004), ha sido aceptada como auténtica. El que la obra sea buena o no lo sea, el que exista o no exista, el que se destruya, desaparezca, permanezca o se pulverice, termina en todo caso siendo parte coherente de la historia integral del pintor.
Bacon destruyó muchas de sus creaciones. El artista afirmó incluso, seguramente siguiendo este mismo impulso destructivo, que nunca dibujó ninguna. Arrastró lápices sobre imágenes y usó material fotográfico (como lo producido por Muybridge) para trabajar encima. Y al final, nuevamente, deshizo lo que había creado.
Como esos Inocencios que se desvanecen en una movilidad insólita y perturbadora; como esos autorretratos que se distorsionan más allá de la fealdad, en interminables gestos espasmódicos; como esas figuras ambiguas de carne, que nos hacen pensar en sufrimientos y en violencia aunque no podamos propiamente distinguir gestos contemplables; como todos esos seres (o no-seres) que sufren sin que sepamos nosotros por qué y que escapan de sí mismos en lo que aparenta ser un último y doloroso aliento, también Francis Bacon, el creador, escapa a través de sí mismo, a través de su vida, a través de su historia, a través de su pintura, y se inmortaliza a pesar de todo: a pesar suyo, a pesar de la violenta representación y de la - más violenta aún - destrucción furiosa de su propia obra. En sus pretensiones destructoras, Francis Bacon queda inmortalizado como un artista que se sublima en la representación del alma atormentada.