La Piedad en el Desierto fresco que realizó en el muro de la cárcel de Lecumberri en la que fue preso por un robo que no cometió, en la composición la madre es un triángulo-montaña que sostiene el cadáver pálido de su hijo, los brazos del joven hacen una cruz y las piernas dobladas imponen otro triángulo, dolor geométrico, azul, negro y la línea del horizonte en rojo oxido milenario. Los retratos de sus amigos y amantes no visualizan el físico, investigan en el ser, el parecido es consecuencia de la disección de la personalidad y las emociones que se materializan en anatomía.
El pintor Guillermo Arreola presentó una conferencia deslumbrante, reveladora y audaz con un carácter ritual en el Museo Nacional de Arte (Munal), en torno a la exposición Pensamiento y Pintura 1922-1958, sobre la vida y obra de Lozano. En un estudio profundo y arriesgado sobre la vida del pintor a través de sus pinturas, mira el autorretrato y dice: La mirada ha sido pintada, atrapada, en el instante mismo en que los ojos empiezan a guarecer nubes, nubes que se antoja llanto suspendido, llanto crucificado en la superficie, tumba del tiempo.
Manuel seduce a Guillermo: Deslumbra por su belleza, y al deslumbrar casi nos hace postrar la vista, nos hiere. El rostro parece decir: Este es mi reino. Especula en las situaciones que rodearon a su labor pictórica con el conocimiento del que está inmerso en esas batallas: La pintura crea ficciones, su contemplación también. Arreola contextualiza la homosexualidad de Rodríguez Lozano en una creación que se vertía en osadías estéticas y desmitificadoras, negándose a ser folklórico y cita a Manuel: La demagogia que reina y la falta de heroísmo de los pintores han sido hasta este momento el aspecto visible de su decadencia. Detrás de esa pintura de colores fríos, de azules que son la tierra y son rebozos, de negros que se alargan infinitos, dice Arreola que hay fuego: En sus pinturas hasta en los azules se siente la palpitación de su fuego, dejando su marca en la violencia travestida de gelidez, en la desolación de sus desiertos. El fuego sediento. Se concentra en estudiar sus manos y las de los retratos, manos largas, casi garras, manos que pintan lo que no se puede La Piedad en el Desierto, decir, y escriben a la luz de su pensamiento, el de la pintura. Pero Manuel Rodríguez Lozano.
También manos que garabatean sentimientos, o su simulación, y recuerda las cartas de Manuel, que han servido para escandalizar y juzgar lo que no necesita explicación. Escribir una carta de amor es firmar una condena. Cuando no hay pasión, ¿para qué escribir cartas? Rodríguez Lozano inventó la estética de una desolación que se convirtió en un canon que ha sido copiado e imitado. Con el análisis penetrante y poético de Arreola conocemos además la valentía que Manuel tuvo para mirar, crear y existir: Rodríguez Lozano decidió no rendirle pleitesía ni a su propio virtuosismo.